Muros
Deambulaba confundido por ese laberinto de calles hasta que vio a aquella mujer, hermosa, misteriosa, que danzando lo llamaba.
- Te sigo, escucho tu música, no te escondas en esos muros, ¡tortuosos pasillos!
¿Por qué? ¡Oh!, amada, ¿por qué me tormentas?
Me miras y sonríes. Y tus ojos, cual estrella, guían mis pasos. Pasos, que una y otra vez, lo detienen estos muros impenetrables. Este odioso laberinto.
¡No huyas, detente! ¿No sientes mi angustia, no vez que enloquezco?-
Despertó cansado, tres días tenía con el mismo sueño recurrente y cada día se hacia más intenso, de tal manera que ya no quería despertar.
Le obsesionaba aquel sueño, su laberinto y aquella mujer… solo de eso hablaba, solo en eso pensaba.
Mauro no creía en sueños, ni mucho menos que ellos revelaran una realidad o aviso del que su yo despierto estaba ciego. Sus interrogantes no le interesaban, solo quería la paz que allí presentía, sabía sin poder explicarlo, que al final del laberinto ella lo esperaba. ¡Su amada! Allí estaba todo cuanto anhelaba.
Sin que nadie lo sospechara, cada noche el sueño y aquel laberinto se apoderaban de su alma.
Su inconciente buscaba lo perdido y así, un día, sucumbió en el sueño, caminó por última vez aquel laberinto, pero esta vez, encontró la salida. Allí, sonriendo, ella estaba. Ya no importaba despertar. Allí, al fin, era feliz, su cuerpo flotaba, ya no mas angustias. Solo amor.
Mauro no creía en sueños ni que eran una advertencia a su yo despierto.
Se durmió para siempre, en busca de su amada y allí entendió el mensaje, aquel del que su cuerpo fue ciego, estaba enfermo y la muerte, como tierna amante, lo esperaba, liberándolo.
- Te sigo, escucho tu música, no te escondas en esos muros, ¡tortuosos pasillos!
¿Por qué? ¡Oh!, amada, ¿por qué me tormentas?
Me miras y sonríes. Y tus ojos, cual estrella, guían mis pasos. Pasos, que una y otra vez, lo detienen estos muros impenetrables. Este odioso laberinto.
¡No huyas, detente! ¿No sientes mi angustia, no vez que enloquezco?-
Despertó cansado, tres días tenía con el mismo sueño recurrente y cada día se hacia más intenso, de tal manera que ya no quería despertar.
Le obsesionaba aquel sueño, su laberinto y aquella mujer… solo de eso hablaba, solo en eso pensaba.
Mauro no creía en sueños, ni mucho menos que ellos revelaran una realidad o aviso del que su yo despierto estaba ciego. Sus interrogantes no le interesaban, solo quería la paz que allí presentía, sabía sin poder explicarlo, que al final del laberinto ella lo esperaba. ¡Su amada! Allí estaba todo cuanto anhelaba.
Sin que nadie lo sospechara, cada noche el sueño y aquel laberinto se apoderaban de su alma.
Su inconciente buscaba lo perdido y así, un día, sucumbió en el sueño, caminó por última vez aquel laberinto, pero esta vez, encontró la salida. Allí, sonriendo, ella estaba. Ya no importaba despertar. Allí, al fin, era feliz, su cuerpo flotaba, ya no mas angustias. Solo amor.
Mauro no creía en sueños ni que eran una advertencia a su yo despierto.
Se durmió para siempre, en busca de su amada y allí entendió el mensaje, aquel del que su cuerpo fue ciego, estaba enfermo y la muerte, como tierna amante, lo esperaba, liberándolo.
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